Al entrar a cualquiera de las aulas del terciario en el que daba clases, resulta evidente que se trata de un contexto posdisciplinario. En nuestro terciario podrías encontrarte con que los alumnos se duermen sobre el escritorio, hablan casi sin parar, comen incesantemente snacks o, a veces, incluso comidas enteras. La vieja segmentación disciplinaria del tiempo se está rompiendo. El régimen semicarcelario de la disciplina se erosiona gracias a las tecnologías del control, con sus sistemas de consumo perpetuo y despliegue continuo.
El sistema de financiamiento del instituto hace imposible rechazar alumnos o expulsarlos, inclusive si la dirección lo deseara. Los recursos llegan o no llegan de acuerdo con factores como el éxito en alcanzar los objetivos de desempeño (es decir, los resultados en los exámenes), la asistencia y la retención de los estudiantes. Esta combinación de imperativos de mercado y «objetivos» definidos en términos muy burocráticos es una típica iniciativa del estalinismo de mercado que hoy regula nuestros servicios públicos. Pero la falta de un sistema disciplinario no se compensa, para decirlo suavemente, con un aumento en la automotivación de los estudiantes.
Los chicos son conscientes de que si dejan de ir a la escuela, o si no presentan ningún trabajo, no recibirán ninguna sanción seria. Y no reaccionan a esta libertad comprometiéndose con un proyecto propio, sino recayendo en la lasitud hedónica, la narcosis suave, la dieta probada del olvido: Playstation, TV y marihuana.
Si uno les pide que lean más de un par de oraciones, muchos (aunque se trata de estudiantes con buenas notas) protestarán alegando que no pueden hacerlo. La queja más frecuente es que es aburrido. Pero el juicio no atañe al contenido del material escrito: es el acto de leer en sí mismo lo que resulta «aburrido». No se trata ya del torpor juvenil de siempre, sino de la falta de complementariedad entre una «Nueva Carne» posliteraria «demasiado conectada para concentrarse» y la antigua lógica confinatoria y concentracionaria de los sistemas disciplinarios en decadencia. Estar aburrido significa simplemente quedar privado por un rato de la matrix comunicacional de sensaciones y estímulos que forman los mensajes instantáneos, YouTube y la comida rápida. Aburrirse es carecer, por un momento, de la gratificación azucarada a pedido. A algunos alumnos les gustaría que Nietzsche fuera como una hamburguesa; no logran darse cuenta (y el sistema de consumo en la actualidad alienta este malentendido) de que la indigestibilidad, la dificultad, eso es precisamente Nietzsche.
Un ejemplo: un día tuve que retar a un alumno porque siempre llevaba los auriculares puestos durante la clase. Me respondió que no había problema porque no estaba escuchando nada. En otra clase apareció otra vez con los auriculares, esta vez sin ponérselos y con la música a un volumen muy bajo. Cuando le pedí que la apagara me respondió que ni él podía escucharla. ¿Por qué alguien desearía llevar los auriculares puestos sin escuchar música o escuchar música sin ponerse los auriculares? Porque la presencia de los auriculares en los oídos o la certidumbre de que la música sonaba incluso si no podía escucharla resultan una ratificación de que la matrix está ahí todavía, al alcance. Por otro lado, la anécdota parece un ejercicio clásico de interpasividad: si la música estaba sonando, aunque el estudiante no la estuviera escuchando, el reproductor mismo podía disfrutarla por él. El uso de auriculares es significativo: una experiencia del pop no como algo que tendrá efectos sobre el espacio público, sino como una retracción al «Edipod» privado; un consumo narcótico que pone un muro entre el sujeto y la esfera social.
La consecuencia de esta adicción a la matrix del entretenimiento es una interpasividad agitada y espasmódica, acompañada de una incapacidad general para concentrarse o hacer foco. Los estudiantes no pueden conectar su falta de foco en el presente con su fracaso en el futuro; no pueden sintetizar el tiempo en alguna especie de narrativa coherente. Estos son síntomas de algo más que desmotivación.
Nos enfrentamos, en las aulas, con una generación que se acunó en esa cultura rápida, ahistórica y antimnemónica, una generación para la cual el tiempo siempre vino cortado en microrrodajas digitales predigeridas.
Si el trabajador-preso es el protagonista de la disciplina, el deudor-adicto es el personaje del control. El capital ciberespacial funciona en el momento en que sus usuarios se vuelven adictos.
Si algo como el desorden de déficit de atención e hiperactividad es una patología, entonces es una patología del capitalismo tardío: una consecuencia de estar conectado a circuitos de entretenimiento y control hipermediados por la cultura de consumo. Del mismo modo, lo que se conoce como dislexia puede no ser otra cosa que una suerte de poslexia. Los adolescentes tienen la capacidad de procesar los datos cargados de imágenes del capital sin ninguna necesidad de leer: el simple reconocimiento de eslóganes es suficiente para navegar el plano informativo de la red, el celular y la TV.
Hoy en día los profesores soportan una presión intolerable: la de mediar entre la subjetividad posliteraria del capitalismo tardío y las demandas propias del régimen disciplinario (como los exámenes). En este sentido, y lejos de ser una torre de marfil que se mantiene a salvo del mundo real, la educación es más bien el motor de la reproducción de la realidad social, el espacio donde las incoherencias del campo social capitalista se confrontan en directo. Los profesores debemos ser facilitadores del entretenimiento y, al mismo tiempo, disciplinadores autoritarios. Deseamos ayudar a los alumnos a pasar los exámenes, y ellos desean tenernos como figuras de autoridad, capaces de decirles qué hacer. Pero esta interpelación del profesor como figura de autoridad es justamente lo que exacerba el problema del «aburrimiento»: ¿o existe algo cuya raíz esté en la autoridad que no sea, de entrada, aburrido?
Irónicamente, a los educadores se les exige el rol del disciplinador justo cuando las estructuras disciplinarias colapsan. Con las familias agotadas por la presión del capitalismo que les exige a ambos padres trabajar todo lo que puedan, los profesores debemos actuar ahora como padres sustitutos capaces de instalar los protocolos de conducta más básicos, y proveer apoyo pastoral y emocional a los adolescentes que, en algunos casos, están mínimamente socializados.
Insisto en el hecho de que ninguno de mis estudiantes tenía la menor obligación de presentarse a clase. De hecho, disponían de toda la libertad de irse si lo deseaban.
Pero la falta de oportunidades de empleo junto con el incentivo cínico procedente del gobierno hace que seguir en la escuela parezca la opción más segura, y también la más fácil.
El sistema educativo de la actualidad hace que el estudiante se endeude y, en simultáneo, lo encierra. Según esta melodía, uno debe pagar por su propia explotación, endeudarse y estudiar para poder conseguir el mismo «McEmpleo» que habría conseguido si hubiera dejado la escuela a los dieciséis.